Enrique Hrabina llegó a Boca en 1985. Tras su paso por San Lorenzo y Atlanta, recaló en el xeneize y calladito, enamoró a todos rápidamente. A la tribuna y a la platea.
Todo empezó al trabar una pelota con la cabeza frente a un delantero de Talleres de Córdoba. Eso hizo que se ganara un canto que al poco tiempo fue himno. Cuando sonaba el “Ruso, ruso, ruso, huevo, huevo, huevo”, el “Quique” redoblaba esfuerzos. Y pobrecito el que pasara cerca. Un kamikaze que no medía consecuencias. Temperamental al límite.
Imposible hacer una lista completa con sus raspadas. Se recuerda una patada tremenda a Medina Bello en el 0-6 frente a Racing en 1987. Un tackle al cuello de González Vidal en el 1-6 frente al santo tucumano en La Boca. Y podríamos segui varias horas más.
Autor de algunos goles imborrables. Como la palomita a River en un torneo de verano. O el tercero a Wanderers en un 3-2 por la Libertadores 1986 luego de que Tapia errara un penal faltando un minuto.
Un grande. Un duro. Un ídolo. Jarabina (así lo llamaba Mauro Viale) es sinónimo de Boca. Y eso no es poco.