martes, 31 de agosto de 2010

Cañonazos en el cielo...


Un 30 de agosto gris y frío, Panchito se cansó de tanto vivir y decidió convertirse en leyenda. Tal vez ande ahora rompiendo redes en el Cielo, porque al fin de cuentas nunca dejará de ser goleador. Capaz que Dios y San Pedro se quedarán afónicos de tanto gritar gracias a esos remates furibundos que le ganaron el apodo de Cañoncito. Y tal vez ellos se mueran de envidia cuando les cuente una de las certezas que se llevó de esta vida: “...lo mejor que me pasó fue jugar en Boca y salir campeón...”
No había que pedirle firuletes ni gambetas, para eso estaba su gran amigo Cherro, aquel que lo convenció de ir a Boca primero, y de jugar de 9 después. Él era potencia, velocidad, guapeza, corazón, y el cañón de su pierna derecha. Surgió en Gimnasia, donde en su debut en tercera, metió todos los goles de un triunfo 9-1. A la semana lo pusieron en Primera, donde consiguió el único campeonato de primera división de la historia del club platense. Se hizo enorme en Boca, donde ganó tres títulos –el primero de ellos contra River y en su cancha- y metió 194 goles en 222 partidos, un número imposible que recién pudo romper un tal Martín Palermo, casi 70 años más tarde. Su pase a Boca fue uno de los motivos para la instauración del profesionalismo. Logró récords increíbles como el de 1931, cuando marcó 24 veces en 22 fechas para convertirse en el primer goleador del Profesionalismo, o el de 1934, cuando se consagró goleador del torneo metiendo 34 tantos en la misma cantidad de partidos. 
Jugó el primer Superclásico de la era rentada y por supuesto, fue él quien convirtió el gol del triunfo. Y además, haciendo calentar a las gallinas, que protestaron por un supuesto foul de Pancho. Como para que no se pongan tan mal, después les haría otros cinco. Claro, que de eso de amargar a los rivales la sabía lunga. ¡Si al único equipo al que no le hizo goles fue a Central! A los demás les metía pepas de todos los colores. Y siempre hacía la misma: “...me gambeteaba a uno o dos y le pegaba de donde venga...”. Así, con esa sencillez prima de su proverbial ingenuidad, contaba sus hazañas. 
Tres veces metió cuatro pepas en un partido, hizo 13 hat tricks, treinta veces la mandó a guardar por partida doble. Y él como si nada, como si fuera fácil. También tuvo hitos en celeste y blanco. Jugó la primera final de un Mundial de Fútbol, la de Uruguay 1930, una de las mayores amarguras de su carrera: para el la final la perdieron por no poner huevos y mancar así era algo que no entraba en su catálogo. No se lo perdonó nunca. Jugó y ganó el Sudamericano –la actual Copa América- de 1937. 
Se tuvo que ir del fútbol temprano, a los 29 años, por que su rodilla maltrecha le dijo basta. Hacía rato que le dolía, desde el Mundial, cuando le metieron un patadón de aquellos. Si hasta la vieja le decía que largara, que no jugara más. Pero siempre había alguno que lo convencía de seguir, el técnico Fortunato, el Machetero, o Cherrito. Hasta que el dolor fue más fuerte y bajó la persiana. Los arqueros habrán respirado aliviados: había hecho 236 goles en toda su carrera. Los debe haber metido en una valijita y se los llevó para arriba, a compartirlos de vuelta con su amigo Cherro… Eso sí, como seguro existe un equipo de ángeles, ahora la camiseta número nueve tiene dueño, si al fin de cuentas, decir Varallo y decir gol, es la misma cosa.
.
Autor: Beto