Dicen que los gustos hay que dárselos en vida. Por eso hoy nos vamos a dar uno muy grande: Damián Ariel Escudero. Un post que está esperando hace exactamente un año, desde aquel 22 de noviembre de 2010, 24 horas después de su último partido oficial con la azul y oro.
A favor, todas. Jóvenes 23 años, hijo del legendario Pichi, gran nivel en Vélez, roce europeo con el Villarreal y Valladolid y mucho VHS con quiebres de cintura y definiciones certeras, incluso una que tuvimos que sufrir en carne propia allá por 2008 en Liniers.
Su arribo a mediados de 2010 fue entonces pura ilusión por verlo descocerla con la camiseta de Boca. Un Boca que peló la billetera para tratar de retomar la senda de éxitos deportivos y trajo una horda de refuerzos: Lucchetti, Cellay, Insaurralde, Caruzzo y el Bichi Borghi como DT. El nuevo Boca.
Hay que decir que de movida la cosa arrancó torcida. El Apertura 2010 fue un tobogán que se llevó puestos a muchos de los recién llegados. A tres para ser más precisos. Entre ellos el hijo del Pichi.
Tuvo sus oportunidades como enganche, como carrilero, como delantero de área, como extremo, jugando desde el principio y como recambio en los segundos tiempos. Y nunca, pero nunca, a lo largo de sus 13 partidos en ese oscuro campeonato, pudo hilvanar una jugada que mantenga cierta esperanza de ver su apellido entre los once titulares del equipo.
Junto con el nivel de ese Boca de línea de tres, su imagen fue perdiendo puntos a lo loco. Con picos de producción insostenibles como All Boys o Estudiantes. De pedirle goles o desequilibrio en zagas rivales, pasó a pedírsele por lo menos correr contrarios. Cosa que tampoco pudo verse y le terminó de costar su estadía en el club. El 21 de noviembre de 2010 jugó un rato contra Arsenal, y sin que nadie lo supiera su tiempo se había acabado.
A fin de ese Apertura recaló en el Gremio de Brasil y enseguida algunos medios empezaron a decir que allá la estaba rompiendo. Ojalá. Ojalá sea jugador de Gremio para toda la vida.